Había una vez en la antigua capital de los aztecas, Tenochtitlán (en donde ahora está el inmenso valle de México), un emperador que era muy poderoso. Unos pensaban que era sabio, otros que parco en sus alabanzas. Pero el emperador gobernaba con firmeza y esplendor, manteniendo alejadas a las feroces tribus que vivían al otro lado de las montañas.
Cuando el emperador estaba en la mitad de su vida, la emperatriz le dio un heredero para su rico reino. Era una linda y encantadora niña, a la que llamaron Ixtla. El emperador y la emperatriz la querían mucho y, como era su único hijo, la preparaban para que reinara cuando ellos murieran.
A Ixtla nunca le faltaban amigos, porque era una niña linda y cariñosa. Y cuando creció, se enamoró. Para la mayoría de las muchachas esto era un acontecimiento feliz, pero para la pobre Ixtla, no lo fue.
Su padre, que desconfiaba de todos, deseaba que ella reinara sola cuando él muriera; y le había prohibido que se casara.
Ixtla amaba a un guerrero al servicio de su padre, un fuerte y bello joven llamado Popocatépetl. Ambos se amaban más de lo que podría deciros, y, aunque eran muy felices cuando estaban juntos, sabían que la verdadera felicidad no llegaría hasta que se casaran y tuvieran hijos.
A pesar de sus súplicas, no podían convencer al emperador: Ixtla nunca se casaría.
Cuando el emperador ya era muy viejo, cayó enfermo. En ese fatídico momento las tribus enemigas del otro lado de las montañas se lanzaron sobre su reino y atacaron a sus súbditos. Sin un jefe prudente que los guiara, los soldados del emperador retrocedieron ante el ataque, hasta que todo lo que quedó de aquel gran imperio fue la ciudad de Tenochtitlán.